La ciudad es un tejido de muchas capas. Existe un callejero que surca el paisaje urbano consciente, su trama más visible: sus calles, cuyo rostro podemos evocar tras repetidos tránsitos, sus monumentos y lugares referenciales, convenientemente resaltados en los mapas, sus distritos, cada uno con rasgos y retóricas específicos, sus domicilios postales, espacios de privacidad y reposo cada vez más parecidos a los lugares funcionales de tránsito, donde intentamos desconectar, pero nos vemos encadenados aún a rutinas y a un invasivo “mundo virtual” que se impone cada vez más como nuevo marco de realidad.

Hoy se tiende por encima de este nivel una malla rígida, como una especie de coraza que ciñe su perímetro, concebida para cubrir espacios amplios y enlazar los diferentes barrios, los cuales dejan de ser así decorados distintos para integrarse en un escenario múltiple y conectado, consumible desde la ventanilla de un auto. Esta red de carreteras y autopistas se ha ido conformado a través de las décadas en torno a sucesivos círculos concéntricos cada vez más amplios, a medida que la ciudad se extendía y centrifugaba sus centros productivos. M-30 (años 70); M-40 (años 80); M-50 (años 90, todavía sin cerrar su recorrido). Las primeras de estas carreteras circulares construidas en la primera mitad del siglo pasado han sido absorbidas por el núcleo urbano en forma de avenidas o vías de tránsito motorizado.

Existe también una red subterránea cuyos latidos resuenan en toda la ciudad, puesto que la nutre, distribuye su savia, sostiene sus miembros como un esqueleto. A diferencia de la red de carreteras, la de metro tiene carácter radial. Del mismo modo nuestra existencia se desenvuelve en torno a núcleos irradiadores que comunican con el resto de la ciudad: nuestro domicilio, siempre más o menos cercano a una estación de metro o un nudo de transportes, nuestro centro de trabajo, conectado con él por un trazo grueso que se instala en nuestra rutina cotidiana. El metro es el trazado oculto de la capital, ajustado en sus distancias y trasbordos a la lógica de la acción humana. Como señala Marc Augé, en un libro referencial al que no tendremos más remedio que que remitirnos a menudo (Un ethnologue dans le métro, 1986, reseñado nuevamente por el propio autor en 2008 en su libro Le métro revisité), uno puede reconstruir el mapa psíquico de sus hábitos y nostalgias, la propia biografía, a partir de los lugares neutros en constante transformación que marcan las estaciones del metro.

Hemos descendido a estos espacios con el ánimo de comprender los modos de interacción que allí se despliegan, y su relación con el orden social: si lo refleja, lo proyecta, o simplemente lo remarca. No teníamos un diseño establecido de antemano, y si teníamos un plan, éste simplemente era un punto de partida, atravesado por una trama de rutas intersectas y definidas por colores planos y bien contrastados, pero no establecía un orden, ni podía prever su densidad ni su profundidad, ni mucho menos establecer un objetivo concreto. Esta expedición sin brújula, abierta a avatares imprevistos, nos producía cierto vértigo, dado que no sabíamos adónde nos llevaría ni podíamos prever las incidencias que marcarían su forma final. Nos adentrábamos con cierta emoción por lo que parecía más bien una aventura intelectual incierta, tanto más cuanto el material con el que trabajábamos era en cierto modo alegal en muchos aspectos, al menos oficialmente.

Por otro lado, cualquier obra artística apunta a un resultado más o menos intencionado, no importa su sesgo, ya que solo aspira a ser un producto expresivo. Conocemos bien los materiales y qué uso podemos darles. Pero el arte que se conoce como “colaborativo”, fenómeno que queríamos seguir explorando, no puede ser tan rígido en su estructura ni tan asertivo en su propósito como el arte convencional. No queríamos caer en una simple declaración de buenas intenciones, ni en la taumaturgia sociológica, ni en un ejercicio hipócrita de visibilización, ni en un discurso sobre la dignidad, ni en ninguna de las convenciones culturales que han venido marcando el género en los circuitos artísticos codificados. En la medida en que trabaja con material humano, un proyecto colaborativo necesita ser tan imprevisible, inabarcable y procesual como sus ingredientes. Como en un juego, su propuesta es solo una apuesta. La observación continuada y la escucha atenta han sido las herramientas que nos han orientado en nuestros desplazamientos. El ensayo, su correspondiente error y la adaptación han conformado el procedimiento que nos permitía avanzar en nuestro trayecto. El encuentro con situaciones ejemplares y disruptivas nos ha marcado el camino y nos ha permitido anclar algunas experiencias como resultados casuales. Existía la pretensión de intervenir sobre estos vectores mediante pequeñas disrupciones, interrumpiendo sus rutinas para acceder a formas derivadas.