“¡Buenas juventud! Voy a cantar una canción de música clásica. Iba a decir que a deleitaros, pero a lo mejor no os deleito”.

Hemos señalado que la eventual presencia del músico acarrea en sí misma un desafío a las normas que rigen en estos espacios. Está invadiendo un recinto público mientras éste presta su servicio. Aparte de las molestias que puede ocasionar a personas hiperacústicas o misofóbicas, su desempeño sobre un soporte inestable lleno de gente plantea problemas de seguridad y puede generar conflictos. Dado que su actividad es de antemano objeto de sospecha, y que se expone de cara al público sin ninguna garantía, cualquier pretexto puede dar lugar a inconvenientes: el contenido polémico del tema que interpreta, la violación de la distancia social, o la simple animadversión hacia el repertorio del músico, su manera de ejecutarlo o la puta vida. El mero hecho de obligar a los viajeros a soportar su número puede ser interpretado como un abuso o un episodio de exhibicionismo. La aplicación de estas disposiciones es bastante laxa, y la música en el interior de los vagones se ha incorporado al paisaje del suburbano. La mayoría considera que la actuación de los artistas mejora la experiencia del trayecto. Tanto se han integrado en las costumbres, y en la propia composición del lugar que nos hacemos, que la irrupción del músico no suscita mayor curiosidad que la disponibilidad del freno de emergencia o de las barras de sujeción, a las que recurrimos sin casi darnos cuenta de que están por todos lados.

Pero hoy el músico no pide permiso, no trata de ganarse a los remisos, no busca seducir a “los que quieran colaborar”. Parece dispuesto a soltar su rollo lo quieras o no, y a dejar claro que ninguno estamos allí por gusto. Su presentación ha sido incorrecta y excluyente. Parece estar seleccionando a su audiencia de forma descortés, o aplicando el término “juventud” coloquialmente. Suena como: “¡¿Qué tal estáis máquinas?!” Un señor maduro, más reserva que crianza, asume que no va con él y le da la espalda. En las proximidades únicamente hay un joven, ya veterano en serlo, tan inmerso en otros asuntos que no ha advertido aún su presencia. Un hombre dormita, o simplemente medita en otro plano de conciencia,

Los acordes histéricos del Holiday in Cambodia1 empiezan a cargar la atmósfera. El joven cuya conversación telefónica era hasta ese momento el único bien de interés cultural de libre acceso para los viajeros se ajusta los auriculares. El tipo que dormitaba emerge de su limbo. El villano desgrana un rosario de argumentos que convierten al estado español en la segunda potencia mundial en cifra de desaparecidos provocados por una guerra civil.2 Pero alude también a miserias más cercanas, como la precariedad laboral, la guerra sucia, el drama de la población migrante, el atávico clasismo proyectado hoy como racismo estructural, o la indignidad de la tradición taurina, cuyo estigma marca el estereotipo nacional en todo el mundo. El adulto que daba la espalda al cantante no tarda en comprender la ironía: ni eso es música clásica ni el cantante tan joven. El chico de los cascos renuncia a su conversación y se muestra divertido.

El cantante interrumpe abruptamente su actuación porque se aburre.

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Se trataba de producir interrupciones en el curso habitual del encuentro. Un pequeño giro en el repertorio, el abandono momentáneo del protocolo, discretas alteraciones del flujo relacional. Suspender los condicionantes sociales que impregnan la interacción y definen los roles. Sacar al espectante de su confortable madriguera.

Uno de los motivos por los que la interacción entre músicos ambulantes y pasajeros se haya normalizado, al punto de no suscitar sorpresa, ni conflicto, ni entusiasmo, y discurra siempre por cauces previstos y perfectamente urbanizados, es la elección de temas de fácil asimilación, melodías ya instaladas en el lóbulo temporal, familiares y evocadoras para cualquier amígdala. Los mecanismos de respuesta ante el estímulo están canalizados y definidos, igual que los movimientos automatizados que nos llevan a nuestro destino. La situación que el músico dispone no se actualiza como experiencia estética. En circunstancias muy específicas, en que la disposición del espectador es más abierta y sensible, ya porque atraviese en ese momento circunstancias difíciles, o porque arrastre alguna emoción no resuelta (nostalgia de su lugar de origen, o un afecto truncado cuyo duelo no ha cubierto todas sus etapas), el encuentro puede penetrar la corteza y activar el hipocampo. Pero habitualmente no desencadena emociones profundas ni destaca sobre otros momentos similares de la serie. La experiencia no se individualiza, sino que asume la estructura modular del contexto, reproduciéndose en bucle. Como un disco.

El músico tampoco quiere tocar esa fibra. Su intención es sobrevivir a costa de la estructura sin alterar su funcionamiento ni producir efectos perturbadores. Más allá del momento en que tiene que brillar para conseguir unas monedas, no desea ningún protagonismo. El patógeno no busca la destrucción del hospedador, sino la simbiosis, puesto que lo necesita para reproducirse. Un error en la replicación podría desencadenar síntomas, y circunstancialmente trastornos.