Todos los días a la misma hora subo al mismo tren y soy arrastrado al lugar de siempre junto a mis tristes compañeros de cuerda, con quienes no comparto más que una sorda pesadumbre y una dolorosa resignación. Alguien pulsa una palanca y dejo de ser yo: abandono todas mis aspiraciones, mis deseos e incluso mis principios para funcionar como una pieza de la máquina. Comienza otra jornada, que se extiende hasta abarcar la parte más lúcida e intensa de nuestra existencia, vaciándola como se vacían los vasos de un reloj de arena. Vivimos contra el tiempo, pero en el curro lo dejamos transcurrir con displicencia hasta la hora de salir de nuevo al encuentro de nosotros mismos. La vida, con todo su amplio menú de posibilidades, nos espera al final de la cuenta. Pero nos hallamos para entonces exprimidos y tensos, sin ánimo de emprender aventuras, así que nos abandonamos a cualquiera de las modalidades de ocio programado hasta que llegue el nuevo toque de queda. Dado que el trabajo nos somete a una actividad forzosa, los días “libres” han de estar exentos de todo lo que pueda parecerse a una actividad. El trabajo compartimenta nuestra vida en un impreso cuyas diferentes casillas rellenamos aplicadamente. El ciclo de la producción y el consumo debe ser cubierto para alcanzar la integración en un dispositivo social ajeno que nos abruma y no aspiramos a cambiar. Pero lo peor de todo es que mañana será igual. Y que se sucederán los días con el mismo monótono argumento, sin escapatoria posible, sin esperanza, hasta el momento en que tu energía se remanse y te hayas olvidado de gozar.
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La cultura del trabajo se manifiesta de forma paradójica. Todo el mundo quiere librarse de él, pero es incapaz de concebir una forma de ocupar el tiempo que no consista en una actividad productiva. Lo experimentamos como una maldición de acuerdo con el origen etimológico del concepto: trabajo se deriva del latín tripalium, especie de cruz de tres palos donde se fijaba a los reos en la Edad Media para su castigo o su ejecución. Este sesgo también parece darse en su sinónimo jergal “curro”, si es cierto que procede del caló curelo, sinónimo de “castigo”, de donde procedería también su acepción de “paliza”. No obstante, el trabajo es la medida de todas las cosas, y el mayor bien al que podemos aspirar es a tener un “buen trabajo”. Resulta provocador y maligno oponerse a él o cuestionarlo. La sociedad observa preocupada el aumento en las cifras de desempleo y da por buenas las reformas que contribuyen a reducirlas, aún a costa de la calidad en los contratos. Hemos llegado a hacer del trabajo la “esencia humana”, lo que nos diferencia del resto de la naturaleza y nos autoriza a poseerla. El marxismo puso en el trabajo la fuente y la medida del valor. En este punto coincide con la ideología liberal, que identifica el trabajo con la riqueza y lo convierte en una marca de excelencia. La figura del emprendedor que ha logrado amasar una fortuna, aún a costa de explotar el trabajo ajeno, es un mito fundador del capitalismo. La entrega en el trabajo es sancionada como signo de honestidad, mientras se censura con acritud el abandono de quien se conforma con una paga exigua. Por otra parte, ¿quién se hace rico a través del trabajo asalariado?
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“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, sentenció un dios muy enfadado en el principio de la historia con unas criaturas que habían abandonado su ociosa vida de cazadores-recolectores, al tiempo que advertía a la mujer: “Parirás con dolor”. El dulce fruto de la vida ya no podrá libarse sin pagar un precio por ello. “El que no quiera trabajar, que no coma”, predicaba San Pablo a los tesalonicenses, aforismo que fue recogido por Lenin e incluido en la Constitución de la Unión Soviética de 1936 como uno de los principios fundamentales del socialismo. La máxima va cobrando poco a poco un sentido positivo por cuanto se inviste de dignidad al proyectarse sobre la comunidad, pero su fundamento moral es el mismo: es necesario el sacrificio para expiar la vida, y este hecho será universal en virtud del pecado original que atormenta a nuestra cultura. Si el trabajo es tenido en tan alta estima y considerado una virtud es precisamente por que resulta molesto, agotador, alienante; porque supone una mutilación de la persona. Ambos términos van unidos en esta lógica de la expiación, como si una ley natural comerciase con la propia vida, imponiéndole límites y sometiéndola constantemente al juicio de la escasez. Dado que hemos puesto en el trabajo no solo la excelencia, sino la propia esencia humana, tenemos la percepción de que esta esencia se destruye cuando no se encuentra ocupada. El trabajo nos aporta una identidad producida en serie que nos redime del vacío existencial y nos exime de buscar sentido a nuestras vidas. El trabajo nos salva de nosotros mismos, en la medida en que nos impide entregarnos a la indolencia y el vicio, entendiendo como tal cualquier actividad no productiva. La idea que subyace es que el ser humano es una masa inerte que necesita ser activada y disciplinada. Este principio es asumido por quienes se encuentran en situación de desempleo y confirmado por la exclusión social que ello comporta hasta el punto de destruir sus vidas.
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Preguntémonos qué hay de bueno, de grande o de hermoso en el desgaste programado de nuestra energía y en la entrega de nuestro tiempo de vida a los intereses privados de otras personas. Preguntémonos qué tipo de actividades podríamos realizar, y con qué diferente espíritu y motivación, si tuviéramos a nuestra disposición esos grandes paquetes de tiempo que tenemos que vender. El trabajo se ha convertido en el enemigo principal de la familia, sobre todo cuando todos sus miembros trabajan. No solo nos roba un tiempo precioso para cultivar los afectos, sino que además genera tensiones y problemas que se proyectan sobre nuestra esfera íntima. Imaginemos, en fin, cómo serían el arte y la cultura si no estuviesen sometidos a la lógica mercantil, practicados soberana y desinteresadamente por todo el mundo como una forma de encuentro con nosotros mismos y con los demás. El trabajo es inmoral porque se basa en la compra-venta de tiempo humano, explotando su fuerza y sus capacidades y mercantilizando las relaciones sociales. Suele decirse que la prostitución es el más antiguo de los trabajos; lo cierto es que todo trabajo asalariado es una forma de prostitución. El fundamento moral que da sentido al trabajo es la producción de bienes o la realización de servicios a la comunidad, es decir la solidaridad, pero su fundamento material es la explotación y la competencia. El trabajo es indigno porque se basa en formas elementales de dominación, con una marcada jerarquía y un poder absoluto de los poseedores de los medios de producción sobre los trabajadores y con una capacidad de decisión nula por parte de éstos sobre las condiciones que tienen que soportar. Cada trabajo es insalubre de una forma distinta: poniéndonos en situaciones de riesgo para nuestra integridad física, sometiéndonos a actividades repetidas que maltratan y desgastan nuestro cuerpo, exponiéndonos a sustancias tóxicas y a situaciones de estrés o haciendo de nuestra vida un infierno. El trabajo destruye el medio ambiente a su medida, con la excusa de dominar la naturaleza y humanizarla, llegando a poner en peligro los recursos naturales de poblaciones enteras. El trabajo no es ni bueno, ni grande, ni bello. Lo único que lo justifica es que se ha hecho reconocer como verdadero, es decir necesario. ¿Pero es necesario?