“¡Muy buenas, mi gente! Espero que estén pasando una maravillosa mañana de lunes, y para ello les traje una tonada de allá mi tierra, donde ustedes saben que también está difícil… Es una canción para la gente que lucha cada día, como ustedes, como yo para salir adelante, pero es una canción alegre porque quiero traerles ¡buena energía! Voy a tocarla con mucho respeto y mucho cariño para ustedes, espero no molestar a nadie. Si quieren colaborar pasaré después a saludarles, si no pueden pues una sonrisa también me ayuda. Espero que les guste, dice así…”

El músico no ha conseguido capturar la atención de los viajeros, que siguen inmersos en sus celulares, aunque ha elegido cuidadosamente las palabras y el tono dulce y desenfadado con que pretende entrar en sus corazones. Su aparición se ha vuelto demasiado habitual y monótona, como si fuese un elemento más del paisaje. Pero aunque no ha conseguido sacarles de su rutina, ya ha dispuesto la escena y creado un atmósfera de buen rollo.

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El músico habla siempre desde abajo, con actitud humilde y confiable, en consonancia con su precaria posición. Su retórica lisonjera procura amasar los ánimos. Ahora tendrá que conmoverlos para captar la colaboración de los donantes. Eso solo sucede si su pieza resulta reconocible y evocadora para todas las sensibilidades. Si ha acertado con un tema que despierta en el oyente un sentimiento de nostalgia, identidad o reconocimiento, y consigue imprimirle la intensidad del directo, habrá logrado su objetivo. Por eso elige para su repertorio canciones sencillas, positivas, exentas de cualquier tipo de problemática, si es posible conocidas por todo el mundo. En Madrid, comprobamos que el autor más versionado, con varios temas en el top ten, probablemente sea José Luis Perales, y la canción que más veces se escucha Des-pa-ci-to, escogida por muchos intérpretes tanto vocales como instrumentales. Es bastante frecuente toparse también con Estopa o Sabina, y si viajas mucho en metro estarás ya saturado de La Bamba y de Moliendo café; en tal caso agradecerás una animada versión de Satisfaction, o que te asombre una cuidada interpretación de I will always love you, pero no es frecuente escuchar temas en inglés. Hay músicos que optan por extender algunos temas emblemáticos del folcklore de su país de origen, estableciendo un diálogo entre culturas que suele darles muy bueno resultados, siempre que el tema en cuestión no contenga elementos políticamente conflictivos. En general, se valora que seas fiel a tu cultura, pero no que la reivindiques.

El músico callejero sigue cumpliendo la misma función social, y usando los mismos métodos artesanales, desde que los juglares empezaron a extenderse por Europa hacia el siglo XII. Por más que hayan ido incorporando nuevos instrumentos y herramientas tecnológicas, su perfil ha variado muy poco. Sigue siendo menester, por lo que hoy podríamos seguir hablando de un “mester de villanía” que sigue operando en los márgenes de la cultura. La palabra villano se ha ido peyorizando con el paso del tiempo, hasta que Marvel fijó su significado como sinónimo de “malvado” (pero no cualquier malvado, sino uno al que se reconocen poderes: un “supermalvado”). Sin embargo, un villano en su origen era un habitante de la villa, un ciudadano libre con vivienda en propiedad, sin honores ni penurias. En la cartografía de la historia vemos gestarse en la figura del villano el pensamiento liberal y la conciencia ilustrada. Hay un hilo rojo que lo conecta con el sujeto autónomo burgués y con la moderna “clase media”, hoy empobrecida y agilipollada. El mester de villanía de hoy reúne ambos sentidos: el de quien, en la ciudad, se vale por sí mismo para sobrevivir con dignidad al margen del sistema, sin servir a nadie ni renunciar a sus aspiraciones más nobles; y el de quien arrastra el estigma de la diferencia, de la desconfianza de quienes participan del orden. El villano es el chivo expiatorio de la modernidad.

Pero ¿cómo es posible que los juglares hayan sobrevivido a la tiranía, las revoluciones, la máquina de vapor, las guerras mundiales, la digitalización, el globalismo, y a todos los acontecimientos que han reconfigurado el mundo desde entonces? ¿Cómo han podido adaptarse a la corriente de las formas musicales y las modas, integrándolas en una ecuación muy sencilla y primitiva que, además, tiene el poder de dinamizarlas? ¿Por qué no han acabado con ellos la industria musical, la síntesis digital, la inteligencia artificial, los audífonos? ¿Qué lugar siguen ocupando en la sociedad del “espectáculo aumentado”?

Dos son las funciones que se cree que cumplían los juglares en su época. Por un lado, eran “bufones de la plebe”, guasones con misión de entretener por unas monedas. Uno de sus trucos consistía en sobreidentificarse con las gentes para las que, en principio, solo era un forastero, hablarles de sus problemas y ridiculizar a los opresores que los complicaban. Pero no era infrecuente que tuviesen que soportar chanzas y ofensas por su condición ambulante y precaria, las cuales solían incorporar hábilmente a su puesta en escena. Generalmente eran bien recibidos, puesto que traían diversión, historias, novedades, noticias de lejos y otras cosas sorprendentes. Por este motivo fueron también decisivos como transmisores de información y como difusores de ideas, propiciando el intercambio, la circulación, el debate a escala local, y con ello la apertura de las conciencias, la mixtura de formas, en definitiva la dinamización de la cultura. Como la cigarra del cuento, mientras buscaban el sustento polinizaban el medio y reproducían el ecosistema sin ser plenamente conscientes de ello. Los cuentos, las ocurrencias, las experiencias que arrastraban consigo de un pueblo a otro asombraban a las gentes, se instalaban en la memoria, se transmitían oralmente al gusto de cualquiera, se fusionaban en la conciencia colectiva y se incorporaban finalmente al patrimonio cultural del pueblo.

Todo esto resulta obvio y comprensible en un mundo feudal, o en una sociedad organizada en torno a núcleos rurales dispersos y basada en modos primarios de producción. Incluso durante la postguerra española, no nos resulta chocante la supervivencia de recitadores “de cordel”, comediantes nómadas y feriantes bohemios. No obstante, hoy no podemos explicar su existencia en base a argumentos de tipo funcional, puesto que los medios de comunicación, la educación reglada y no reglada, la industria del entretenimiento, las redes sociales, la proliferación de dispositivos electrónicos, y en general la hiperconexión globalizada cubren y saturan estas funciones. Debe existir entonces un factor no sistémico, irreductible a la razón instrumental, que dé cuenta de este fenómeno. Algo así como un “resto” en el sentido que señala Derrida en La escritura y la diferencia (1967), es decir un elemento de alteridad que no resulta comprensible ni ajustable al todo, ni puede subsumirse en su representación, pero que late en el interior de todos los sistemas. Este resto es el que daría razón del consumo superfluo de un bien sobrante, una especie de potlacht ritual que establece un punto de fuga en la economía del trabajo y la producción, y que amenaza constantemente con desestabilizarla (Bataille, La parte maldita, 1949).

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Tras abandonar el intercambiador de Príncipe Pío, donde confluyen varias redes de transporte ferroviario y vial de cuyo trasiego se nutre un gran complejo comercial y de ocio estandarizado, el metro enfila hacia Casa de Campo, accediendo a la superficie entre las estaciones de Lago y Batán. Los rayos del sol iluminan y calientan el convoy, y la mirada se abre con alivio a un paisaje arbolado por donde pasean morosamente los jubilados y los perros corretean como niños en el patio de un colegio. Una muchacha y dos muchachos interpretan animadamente un tema emblemático y festivo de la “movida madrileña”. Es un convoy sin compartimentos y los viajeros se aglutinan a su alrededor, activados por un influjo repentino. Empiezan a acompañar al cantante marcando el son de la música con leves movimientos de su cuerpo. Una chica empieza a bailar, los demás apoyan el ritmo con palmas. En pocos segundos el metro se transforma en un guateque. Al fondo, una pareja de vigilantes se apresura a escapar de la escena.