La muerte declara la guerra a los gendarmes

Géo Cédille. (Seudónimo de Georges Brassens)

Le Libertaire, 11 de octubre de 1946

Texto cedido por por Pepitas de Calabaza Editorial, Logroño, 2021, traducción de Diego Luis Sanromán.

A los policías ya no les basta con fastidiar a los seres humanos más apacibles, con arrestarlos, cachearlos, insultarlos y medirles el lomo. Ahora resulta que se divierten robándoles y violándolos. Prueba de ello son esos tres agentes de policía de Vannes que están soportando la severidad del juzgado al que han enviado a tantas de sus víctimas.

Doña Muerte se ha propuesto un objetivo.

Devolver a la nada —de la que nunca debieron salir— a todos los gendarmes de la tierra.

Noble objetivo, sublime ideal.

La muerte va por buen camino. La alabamos y le damos nuestra aprobación, y aunque por el momento nos es imposible ofrecerle nuestra colaboración, la apoyamos de forma incondicional y aplaudimos vivamente cada una de sus victorias.

Estamos por lo demás, en nuestro perfecto derecho.

¿Quién podría reprocharnos que acojamos con regocijo de la defunción de un gendarme?

Nótese bien que, en realidad, no es la defunción en sí misma la que nos llena de alegría, sino las consecuencias que esto acarrea, entre las cuales una de las más felices y agradables es la de disminuir sensiblemente los efectos nefastos de la autoridad.

Desgraciadamente, como dijo el filósofo Epicteto: “Nada importante se produce de pronto, ni siquiera la uva o el higo”.

Además. la vida tiene la piel dura y no deja de sembrar obstáculos y escollos en el camino de la muerte.

Pero la muerte es perseverante.

Los fracasos no la desaniman.

Consciente de la grandeza de su empresa, sigue adelante con una fidelidad inquebrantable.

Las cosas bellas son el resultado de un esfuerzo perseguido sin descanso.

Uno tras otro, los polis pasarán sin piedad por la guadaña.

Llegará un día –estamos seguros de ello— en el que el sol saldrá sobre un nuevo mundo desprovisto de gendarmes.

Y cuando nuestro ánimo se impaciente por la lentitud con la que se realiza esta obra salvadora, procuraremos a calmarlo lo mejor que podamos.

Recordándole, como dice Franklin, que el agua que cae gota a gota acaba por horadar la piedra, que a pequeños hachazos también se derriban los árboles más grandes, etc., etc.

Detallándole la forma en la que la Parca triunfa sobre sus enemigos.

En estos últimos tiempos tenemos con qué satisfacerlo.

Hace tres semanas, un ciclista, sorprendido por el toque de silbato de un gendarme que albergaba la esperanza de multarlo, perdió el control de su vehículo, y ya se aprestaba a romperse la cabeza, cuando su subconsciente lo obligó a darse cuenta de que, en lugar de estrellarse tontamente contra el suelo, valía más estamparse contra la causa del accidente.

Ahora bien, la causa del accidente era sencillamente el gendarme.

Confiado en su subconsciente, el ciclista siguió su consejo y salió casi indemne.

No puede decirse lo mismo del improvisado colchón.

Al inclinarse sobre él, hubo que rendirse a la evidencia: la de la guadaña acaba de pasar por allí.

Hace algunas semanas, un detonador, ofendido por que se lo tratase como a una vulgar resistencia de radio, se detonó ab abrupto y dividió al autor de tal indelicadeza en varias partes desiguales.

Hermoso trabajo, a decir verdad.

Hace una semana, dos representantes de la autoridad pública conducían a un reincidente a la cárcel de Montpellier.

Ahora bien, este último, que no veía la necesidad de visitar las instalaciones de susodicha prisión, aprovechó un segundo de descuido de sus guardianes para despedirse a la francesa.

Y salió disparado como un bólido.

Como es natural, los maderos se lanzaron tras él, pero, torpones tras una estancia demasiado prolongada en los cuarteles y cargados con un considerable lastre de estupidez, pronto empezaron a perder terreno.

Entonces, no prestando oídos más que a su deber, uno de los dos gendarmes desenfundó el revólver e hizo fuego en cuatro ocasiones en dirección al fugitivo.

Era de noche, muy de noche, tan de noche que las balas se equivocaron de camino.

En lugar de ir a alojarse a la osamenta del “bandido”, acabaron en la del cabo…

En detrimento de este, que se derrumbó como un fardo.

Huelga decir que el preso no perdió el tiempo lamentando semejante error y, redoblando la velocidad, tomó las de Villadiego, una vía a su entender mucho más interesante que la del camposanto.

En resumidas cuentas: tres semanas, tres muertos.

Evidentemente, alguien podría replicar que, a este ritmo, a los inmundos polis aún les queda un rato para desaparecer. Desde luego, sin duda, pero ¿quién nos dice que la muerte —que se guarda más de un as en la manga— no se servirá pronto de una guadaña perfeccionada?

Una guadaña mecánica, eléctrica, atómica.

Todo es posible, ¡por los clavos de Cristo!