Desde aquí, podemos preguntarnos: ¿puede el “no-lugar” transformarse en “utopía”, siquiera sea de modo fugaz y borroso? Por supuesto, no me refiero a una utopía realizada (la “sociedad sin clases”, la “renta básica” la “situación situacionista”), sino de la repentina percepción distinta de una circunstancia siempre igual a sí misma. Por ejemplo, la apreciación casual de un detalle habitualmente inadvertido que de pronto esclarece (puede darse también la posibilidad de que lo emborrone, y en ambos casos estaría impresionando nuestra conciencia) el por qué de “algo” que dábamos por “hecho”, y que tal vez nunca nos hubiésemos cuestionado. Pueden ser cosas tan simples como un interruptor, el encuentro con una cámara de vigilancia que constantemente nos enfoca sin que queramos ser conscientes de ello, o un cartel rasgado que de pronto revela un mensaje contradictorio pegado antes, componiendo casualmente un decollage revelador. Recuerdo un “poema encontrado” de mi amigo Pere Sousa que creo que lo expresa maravillosamente.

ROMPER EL CRISTAL
PARA ACCEDER AL
MARTILLO ROMPECRISTALES

(RENFE)

Se trata de un cartel en un vagón de tren que instruye sobre el modo de proceder ante una situación de emergencia, un mensaje tan cotidiano e interiorizado que hemos dejado de verlo, pero que de pronto comprendemos de otro modo.

Es un lugar común en la literatura los testimonios de personas que, mientras sufren las circunstancias más duras y adversas, acceden a un estado de conciencia alterado que transforma su percepción, permitiéndole acceder a la oculta belleza de ciertos detalles banales. Cuando trabajaba como camarero cubriendo servicios extra en grandes eventos, llegué a realizar jornadas de hasta 36 horas continuas. Montar las mesas, servir, recoger, desmontar el escenario, volver a montar el servicio siguiente… tal era el ciclo que iba consumiendo mis fuerzas y minando mi aguante. El trabajo hostelero es hostil: consume tanta energía física como psicológica. Hay momentos en que parece que todo se viene abajo y hay que achicar agua para no hundirse. Creo que para los cocineros es aún peor. Por ello, son frecuentes las peleas entre compañeros, pero también surgen grandes afectos en la desdicha compartida, y una especie de solidaridad automática se dispara cuando ves a uno de ellos en problemas, como si fuésemos partes de un mismo cuerpo o de un mecanismo integrado. En uno de esos momentos de estrés y agotamiento, tomé mi turno para fumar y me senté al lado de la entrada de mercancías, contemplando el horizonte con la mirada perdida. Nunca había sentido los colores del atardecer de esa forma. La ciudad me mostraba sus mejores galas, como si intentase consolarme. Pasé los minutos en ese trance captando cada leve cambio de tonalidad, sin escuchar el ajetreo de cacharros de la cocina ni el flagelador “¡vamos chicos!” del maitre, sintiendo mi propia sonrisa estúpida como una caricia, Volví a la realidad cuando el cigarrillo me quemó los dedos.

* * *

Si me preguntases qué es exactamente un no-lugar, te diría que es tu puesto de trabajo. Por ello, creo que hay que llevar la pregunta más lejos: ¿está el no-lugar en algún sitio? ¿Qué significa hoy habitar un espacio u otro, cuando todos los espacios se intercomunican y constantemente estamos en varios lugares simultáneos. ¿Acaso hay dónde esconderse del móvil, de las redes sociales, de los mensajes de whattsapp, de las noticias instantáneas? Y si tratas de reconstruir tu privacidad eliminando toda tu cobertura, ¿no sientes que te estás perdiendo algo o que, peor aún, estás descuidando tus asuntos? En siglos pasados las noticias tardaban en llegar, y lo hacían como hechos consumados; hoy cualquier suceso que pueda afectarte llega al instante, sin horarios de sueño, mientras está sucediendo. Estamos expuestos a un vuelco de nuestros planes en cualquier momento. Antes de que termines de despertar las novedades ya te esperan, y el tiempo corre más deprisa porque la multiplicación de interacciones acelera los acontecimientos.

Zygmunt Bauman sugiere que el no-lugar no es hoy un espacio vaciado que pueda ser aislado de los otros, sino que es el que mejor refleja la condición de nuestro tiempo (Modernidad líquida, 1999), en la medida en que hoy la realidad misma se ha vuelto incierta, precaria, inestable, adaptable a circunstancias en constante flujo. No se trata de una crítica de la teoría de Augé, sino de su actualización. Pareciera que los espacios de tránsito han contagiado todas sus cualidades a los demás espacios. El no-lugar que es el metro nos traslada de un no-lugar a otro sin que nos encontremos nunca a nosotros mismos.

Desde esta perspectiva, cabría decir que es incluso el lugar donde suceden las cosas que escapan al flujo mecánico de la agenda (“perdona, voy a retrasarme unos minutos”; “estoy en el metro y hay mucho ruido, te llamo luego”; “no te escucho, estoy perdiendo cobertura”). En el metro se purgan los últimos sueños y se gestan las inminentes preocupaciones. Es el umbral donde la realidad aún no ha cobrado forma completa. Tras una dura jornada, he encontrado en ocasiones durante el trayecto un sitio donde descansar y una tregua para reflexionar y recomponerme. Una vez coincidí en el metro con un chico que leía uno de mis libros. Por supuesto, no era oportuno ni adecuado expresarle mis simpatías en un no-lugar. En el metro he sufrido también los más crueles ataques de Cupido al cruzar la mirada con otras personas, tanto más hirientes cuanto que sobrevolaba entre nosotros la certeza de que no volveríamos a encontrarnos.

En el suburbano se mezclan, se cruzan, y a veces chocan entre sí (normalmente se disculpan y se perdonan, comprendiéndose en su básica humanidad) diferentes rutas y destinos y diversas formas de entender y surcar la vida (pero ¡cuidado! ¡Vigila la cartera!). Personas de ámbitos estéticos, culturales y políticos muy distintos coinciden en un mismo vagón, creando una composición que no por contrastada deja de transmitir una extraña armonía, debido supongo a la neutralidad del fondo. Ciertos contactos, olores, roces y texturas pueden llegar a considerarse como invasores. Pero también surge el reconocimiento de una comunidad de destino, una determinación objetiva que acaba eliminando distancias, relativizando identidades y abriendo la posibilidad de interacciones insólitas. Al menos compartimos una mutua incomodidad, y probablemente también nos espera la misma angustia y zozobra ahí arriba, cualquiera que sea la estación donde nos apeemos, pues todas son muy parecidas.